viernes, 13 de junio de 2014

Cuento sobre la buena educación

Érase una vez... bueno, qué digo, fueron muchas veces las que algun@s desalmados cometieron un homicidio contra la sociedad, saltando sobre el respeto, y despreciando el valor de lo que es de todos, y lo que era de ell@s también.

Entonces, éranse muchas veces, en un parque cualquiera, de un desentendible mundo, que una mujer plantó, en un humilde huequecito de aquella extraña tierra, un álamo. 


Era un estrenado parque, que apenas había cumplido la semana, que había nacido de trabajo y el sudor de muchas personas, sabiendo que iba a ser el lugar de diversión de los más pequeños. Y la obra quedó divina, comenzó la vida allí de aquel parque inmaculado. 
Con aquellos colgantes columpios rojos, y subiendo y bajando no paraban los balancines, con aquel escurridizo tobogán, con aquellas redes escaladoras, con aquellas casitas de madera, con aquellos morados caballitos que no paraban de galopar al ritmo del viento...
Y, en el centro, aquella fuente de piedra reluciente se levantaba imperial, salpicando trasparente rocío a quien se le ocurriera observarla desde cerca...



En aquel parque habían mil colores, gladiolos blancos, rosados pensamientos, violetas moradas, blancas margaritas, tulipanes amarillos, rosas, geranios, petunias, gerveras, lirios...
Y, entre aquel mar pintoresco, recién plantado estaba el álamo, tan débil e indefenso se encontraba allí él, totalmente diferente y ajeno al mundo de sus alrededores.
Aquel terreno parecía el cuadro abstracto de un pintor loco... Que por fin había acabado su obra.
¡Oh! Qué hogar maravilloso e ideal se dio cuenta el arbolillo que tenía y, loco de contento, se había prometido para sí cuidar de aquel paraíso de parque hecho con tanta ilusión y paciencia.


Aquel único árbol crecía lentamente, día a día, y avanzaba un milímetro cada poquito tiempo. Ya había hecho amistad con aquella petunia de al lado, tan linda ella con sus pétalos acampanillados, vestidos de naranja amanecer... Juntos pasaban el día, observando a los chavalines corriendo enloquecidos para ver quién alcanzaba antes los columpios.

Pero cada día, el parque cambiaba un poco más, y el álamo también, parecía como si aquel parque estuviese envejeciendo, o estuviera enfermo, porque... Ya no era tan nuevo, ni tan limpio, ni tan maravilloso, todo había cambiado en él.

Aquellos colgantes columpios rojos, ahora tenían sus cadenas retorcidas y descarcochadas, al igual que las retorcidas mentes que lo hicieron. Aquellos balancines que no paraban de subir y bajar, ahora no tenían asiento y sus chirridos sonaban como gritos de dolor, al igual que la gente que lo hizo, que no tenía sentimientos. Aquel brillante y escurridizo tobogán, ahora estaba rallageado y abollado, igual que aquellas despreciables personas que se encargaron de hacerlo. Aquellas redes escaladoras, ahora estaban rotas y sucias, igual que l@s que no supieron apreciarlas. Aquellas casitas de madera, ahora tenían astillas por todas partes, y su resistente pintura se había desvanecido. Y, aquellos morados caballitos ya no cabalgaban al viento, porque tenían el muelle roto y algunos les faltaba un manillar. 
Y.. la fuente ¡hay la fuente! Desde que sus aguas cristalinas la colmaban y limpiaban su pulida piedra, había cambiado bastante. Ahora la impecable piedra se había convertido en el principal objetivo de los grafitis, haciéndole un feo tremendo y, sus aguas ahora eran un líquido oloroso por el que flotaban residuos de todo tipo y que deberían estar en la basura.

Toda la vegetación que habitaba, se encontraba maltratada, con pisadas de todo tipo, y residuos de algunas personas que habrían podido tirarlos perfectamente en las basuras que había.
Todo esto ocurría lentamente, tan lentamente que las personas apenas se daban cuenta de la explotación que estaban cometiendo. Aquel álamo vivía cada momento de violencia al parque como un puñal atravesando su áspero cuerpo... Cada vez que aquel parque empeoraba, el álamo enfermaba aún más.

Muchas florecillas y plantas habían muerto de intoxicación, a pesar de la dedicación de aquellos hombres que trabajaban en el irremediable parque. Pero, el golpe más duro para el álamo fue el fallecimiento de aquella petunia que se confundía con el sol que, casualmente, murió en el momento del amanecer, lo que hizo que no se notara cuando dejó caer su delicado cuerpo sobre la mullida tierra.
A lo largo de su vida, el álamo únicamente había visto como el maravilloso y trabajado parque cambiaba y se desvanecía entre los años por uno ahora irreconocible. 

Viejo, triste, cansado y rabioso, aquel álamo no encontraba explicación a por qué algunas personas no sabían respetar, no sabían valorar aquel parque, no sabían cuidarlo cuando pertenecía a ell@s también, pertenecía a todos, no sabían disfrutarlo sin dañarlo.

Ese árbol no aguantaría más la explotación de su hogar.
Aquella noche, mirando la estrella preferida de su inseparable y única petunia, el álamo sintió un terrible corte en su seca y centenaria corteza, y fue arrancado y derribado segundos después por unos hombres fortachones, que parecían no tener escrúpulos. El álamo no se asustó, pues ya sabía lo que era eso y lo que le esperaba, ya sabía su futuro. 
Lo cargaron en una gran camioneta. 
Mientras arrancaban, el árbol quedó mirando con sus invisibles pupilas aquel hogar de toda la vida, aquel paraíso desde un principio y aquel homicidio desde un final. Se lo esperaba, él ya sabía que iban a derrumbar el parque por su terrible estado, él también estaba punto de morir.

Cerró las cortezas de sus párpados durante el viaje para prepararse. Cuando llegaron al destino, arrojaron al álamo a la montaña del vertedero al que lo habían llevado. Tal era su altura, que desde allí se veían todos los alrededores del lugar.
Iba cansado y durmió, sabiendo que le quedaba poco tiempo.
Al amanecer quedó perplejo. En un gran terreno, que también se divisaba desde allí, había colocado un gran cartel anunciando la apertura de un nuevo parque. Pasados unos meses, el proyecto se hizo realidad, y quedó un parque inmaculado, con columpios, balancines, un tobogán, redes escaladoras, casitas de madera, caballitos y, en el centro, una imperial fuente se levantaba. Ya había flores y en aquel momento, una buena mujer estaba plantando un álamo en un humilde huequecito.
El álamo, con resbaladizas lágrimas sobre su corteza, pensó para sí:

"Semejante homicidio que cometieron con el viejo parque en todos estos años de mi vida, no quiero que se repita de nuevo. Espero que aquellas personas que no saben valorar, aprendan lo valioso e imprescindible que es cuidar y mantener algo que es de todos y de ellos también. Algo público también crea trabajo. Espero que los hombres que trabajaban en el viejo parque encuentren trabajo en este nuevo parque.
Así, las cosas duran mucho más tiempo. Me quedé con las ganas de ver que la sociedad cambiaba antes de morirme, pero me conformo con que lo hagan después".

Y, dicho esto, con la última lágrima escurriéndose en una de sus hojas esmeralda, aquel álamo expiró.

Fátima 5º

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